Hagakure y Yo






























"Hagakure y Yo"
es el prólogo del libro escrito por Yukio Mishoima titulado "La Ética del Samurái en el Japón Moderno"


La juventud tiene dos grandes compañeros: los amigos y los libros. Los primeros son de carne y hueso, y cambian con los años. En determinado momento, el paso de los días les hace perder su emoción, pero esta pérdida se recupera en otro momento con un nuevo amigo. En cierto sentido, con los libros pasa lo mismo. Hay ocasiones en que el libro que a uno le impresionó en una determinada época de la juventud, cuando se vuelve a tomar en las manos años más tarde, ya ha perdido el encanto y se asemeja a un cadáver de lo que habíamos conocido. De todos modos, la mayor diferencia entre los libros y los amigos reside en que estos últimos cambian, pero los libros no. Aunque yazga cubierto de polvo en un rincón de la estantería, el libro conserva obstinadamente su propia vida y filosofía. Lo único que podemos hacer es acercarnos o alejarnos, leerlo o ignorarlo, cambiar incluso nuestra actitud hacia él, pero nada más.

Viví la guerra en mi primera juventud. En aquellos años, el libro que más me emocionaba era la novela de Raymond Radiguet. "El baile del Conde de Orgel", una obra clásica por la cual en Francia dicen que "Radiguet ha entrado en el panteón de autores ilustres". No pongo en duda el valor artístico de esta novela, pero en aquel tiempo mi aprecio por ella poseía elementos casi impuros. Lo que pasaba es que yo, convencido de que iba a morir a los veinte años, me identificaba con el genio Radiguet, que se fue del mundo, precisamente, a los veinte años de edad dejando detrás esa obra. Por eso, al ver que, inesperadamente, había sobrevivido a la guerra y que seguía vivo en los años de la posguerra, mis gustos literarios cambiaron y mi entusiasmo por el libro de Radiguet se fue enfriando por sí solo.

Otro libro que me encandilaba era "Las obras completas de Ueda Akinari". Recuerdo que lo llevaba encima durante los bombardeos. De lo que no me acuerdo es de por qué me tenía tan entusiasmado. Tal vez fuera porque se trataba de un escritor que iba contracorriente; o tal vez por la técnica con que escribía unos relatos que pulía hasta sacarles brillo, como se hace después de mucho esfuerzo con un espejo. Quizás ambas razones lo convertían en el novelista japonés ideal al que yo aspiraba entonces. Aunque mi respeto por Radiguet y Akinari no ha menguado con el paso de los años, puedo afirmar que sus libros han dejado de ser compañeros de mi vida.
Y con esto llegamos al único libro que me queda. Se trata de HAGAKURE (Oculto por las hojas), la obra de Yamamoto Jōchō (Tsunetomo).
Empecé a leerlo durante la guerra y siempre lo tenía a mi lado. Puedo decir que si hay un libro al que he vuelto una y otra vez, cuyos párrafos han sido lectura y relectura constantes en todos los años siguientes, ése ha sido Hagakure. Especialmente, después de que acabó la guerra –en el transcurso de ésta era una lectura socialmente obligatoria– la luz de Hagakure empezó a brillar dentro de mí. Tal vez sea una obra en su origen paradójica. En la guerra era como un cuerpo luminoso a plena luz; en la oscuridad, sin embargo, es cuando su brillo irradia con todo su fulgor.
Acabada la guerra, enseguida hice mis pinitos como novelista. En aquellos años veía cómo a mi alrededor giraban las nuevas corrientes literarias por las cuales, debo admitir, no sentía la más mínima simpatía ni ideológica ni artística. Eran corrientes que pasaban ante mí como vientos tempestuosos. Yo observaba que la energía y la vitalidad de la gente seguían cursos diferentes a las mías; también sus sensibilidades eran distintas. Naturalmente que sentía que estaba sólo. Me preguntaba en qué directrices o fundamentos definitivos había confiado yo durante la guerra y en los años inmediatamente posteriores. Ciertamente, no procedían de El capital de Marx ni tampoco del "Reglamento Imperial sobre Educación". El libro que me apoyara todo el tiempo tenía que ser la base de mis principios éticos y, al mismo tiempo, debía ser una obra plenamente aceptada en mis años de juventud. Sí, tenía que servirme de firme sostén para mis dos manos: la de la soledad y la de mi postura antisocial. Por añadidura, había de ser un libro que estuviera prohibido por mis coetáneos. Hagakure cumplía todos esos requisitos. Este libro, atado en un paquete junto a otros admirados en la guerra, ahora era arrojado a la basura. Se lo vilipendiaba; se lo infamaba; se lo condenaba al odio, al olvido. Fue así cómo Hagakure empezó a refulgir realmente por primera vez en medio de las tinieblas de aquellos años de la posguerra.
Entonces, lo que había sentido leyendo este libro durante la guerra empezó a mostrar su verdadero significado. Es un libro que enseña la libertad; una obra que enseña la pasión. Las personas que no han leído atentamente Hagakure, excepto la famosa frase de "Descubrí que el Camino del Samurái es la muerte", tienen la imagen de un libro abominable y de fanáticos. No entienden que tal frase es en sí misma una paradoja y que simboliza todo el libro. En las palabras de esa oración hallé la energía que necesitaba para vivir.
Cuando en 1955 publiqué un artículo titulado "Las vacaciones de un novelista", expresé por primera vez mi devoción hacia este libro. Escribí entonces:
Empecé a leer Hagakure en los años de la guerra y ahora de vez en cuando lo saco y lo releo. Las paradojas de este libro no son fruto del cinismo, sino que surgen naturalmente de la discrepancia entre el conocimiento de la propia conducta y la decisión de actuar. En este sentido, es un libro extraño pero de una ética radiante, una obra clara y humanista rebosante de fuerza.
Quienes lean Hagakure con el prejuicio de que van a encontrar un ideario determinado, como la ética de la época feudal de Japón, nunca apreciarán su frescura.
Sus páginas rebosan la exuberancia y libertad de la gente que vivía bajo la firmeza de los principios éticos de cierto tipo de sociedad. Esos principios vivían también en forma de cualquier manifestación económica y social. Era la única premisa de su existencia y, bajo ella, todo era glorificación de la energía y la pasión. La energía es buena; la inercia es mala. En este libro se despliega una comprensión maravillosa del mundo sin ninguna sombra de cinismo. Después de leerlo no se tiene ese regusto amargo que deja la lectura de, por ejemplo, un autor como François de La Rochefoucauld. Todo lo contrario.
No hay muchos libros que liberen el amor propio en términos morales con la facilidad que lo hace Hagakure. Es imposible aprobar la energía y al mismo tiempo rechazar el orgullo que inspiran sus páginas. Aquí no hay excesos. Hasta la arrogancia es moral. (En Hagakure no se trata de una arrogancia en sentido abstracto.)
"Con respecto a cualquier proeza militar, hay que sentir la arrogancia de ser el mejor guerrero de Japón", "un samurái debe sentir orgullo por sus logros marciales y abrigar la decisión de la locura". Y es que también existe una locura justa y correcta.
La ética de la vida cotidiana predicada en este libro puede denominarse la suma de los principios adecuados para un hombre de acción. Sobre la moda, se comenta con indiferencia lo siguiente: "Es fundamental hacer lo que a uno le parece mejor teniendo en cuenta la época". Esa suma de principios adecuados es el rechazo moral de cualquier refinamiento extraño. La persona tiene que ser excéntrica. "En el pasado, la mayor parte de los samuráis lo eran. Su excentricidad los llevaba a actos de arrojo y valor". Del mismo modo que toda obra de arte surge de la resistencia contra una época, las enseñanzas de Yamamoto Jōchō nacieron como reacción a las tendencias fastuosas y decadentes de las eras Genroku y Hōei (1688-1704 y 1704-1711, respectivamente).
[…]
Cuando Yamamoto declara: "Descubrí que el Camino del Samurái es la muerte", no hace otra cosa que dar expresión tanto a su utopía como a su ideario de libertad y felicidad. Por la misma razón, también nosotros podemos considerar este libro como una colección de relatos utópicos. Mi opinión es que si tal utopía se realizara perfectamente en algún lugar, las personas que vivieran en tal sitio serían más dichosas y liberales que quienes vivimos actualmente aquí. Pero lo que existía no era más que la quimera de Yamamoto.
El autor de Hagakure discurrió un remedio radical contra la enfermedad moderna. Al presentir la división de la mente humana, nos advirtió sobre la infelicidad que causaría tal escisión. "Es un error separar la mente en dos". Hay que resucitar la fe en la simplicidad y la exaltación de la misma. Yamamoto consideraba que cualquier tipo de pasión justa, fuera la que fuera, era válida; además, él conocía con todo detalle sus leyes.
[…]
En términos del adiestramiento humano para llegar a la perfección, no me parece que haya mucha diferencia entre morir por causas naturales y morir asesinado por la espada de alguien o rajándose uno mismo el vientre. Para una persona de acción poco importa la forma en que se cumple la ley que somete al ser humano al paso ineludible del "tiempo". Cuando Yamamoto afirma: "De los dos casos, la vida o la muerte, escoge aquel en que se muere de forma inmediata", tan sólo está proponiendo seguir el camino más sensato, es decir, el abandono de uno mismo como medio de conseguir la virtud. En realidad, la situación de "los dos casos" raramente se presenta en la vida. Es significativo que, aunque el autor haga hincapié en la decisión de escoger una muerte instantánea, no aclare bien los criterios que determinan cuándo se producen "los dos casos" que preceden la muerte. El juicio que causa la decisión de morir implica una larga cadena de juicios previos y razones para vivir que, a su vez, presupone en el hombre de acción la existencia de un prolongado estado de tensión y concentración. Para la persona de acción, el mundo suele aparecer como un círculo cuya circunferencia debe completarse con un último punto. En un momento tras otro, esta persona desecha círculos incompletos por faltarles ese punto final; y luego se enfrenta a otros que van sucediendo. Comparada con esta imagen, el mundo tanto de los artistas como de los filósofos se asemeja a la acumulación de unos círculos concéntricos y cada vez más grandes dentro de los cuales están esas personas. Sin embargo, cuando llega el momento supremo de la muerte, ¿quién tendrá una sensación de plenitud más grande, el hombre de acción o el artista? Creo que la plenitud será mucho mayor en el caso de una muerte sobrevenida en el instante en que se completa el mundo de la persona añadiendo ese simple punto que faltaba.
Inversamente, la gran desdicha del hombre de acción es morir sin haber podido agregar ese punto final que hace perfecto al círculo. El samurái Yoichi Nasu vivió mucho después de hacer diana en el centro de un abanico. La lección que sobre la muerte ofrece Hagakure no se basa en el resultado de la acción, sino en la verdadera dicha que sentirá el hombre de acción. Al mismo Yamamoto, que también soñaba con esta felicidad, le negaron cuando tenía cuarenta y dos años el deseo de seguir en la tumba a su señor Mitsushige Nabeshima. La negativa vino del mismo Mitsushige poco antes de morir. Entonces, Yamamoto decidió tonsurarse y abrazar la vida religiosa. Murió de causas naturales sobre el tatami cuando tenía sesenta y un años dejando a la posteridad y contra su voluntad un legado: Hagakure. Hoy todavía mis ideas sobre Hagakure no han cambiado. Más bien, creo poder afirmar que fue al escribir estos ensayos cuando en mi interior se consolidó firmemente la filosofía de Hagakure y me propuse concentrar todas mis pasiones en vivir y en practicar dicha obra. En otras palabras, decidí dejarme absorber más y más por sus páginas. Había, sin embargo, una opción: yo me dedicaba al mundo del entretenimiento y del espectáculo, un camino que reprueba el libro de Yamamoto. Me sumergí en un debate interno entre la ética de mis actos y el arte. Tomó forma entonces la vieja sospecha, antes vaga, de que en toda literatura vive agazapado algo vil. Estoy en deuda con Hagakure por haberme hecho tomar conciencia de la imperiosa necesidad interior mía de armonizar el Camino de las Letras y de las Armas. Me daba cuenta perfectamente de la extrema dificultad de conjugar el pincel y la espada. Pero fue sólo gracias a este libro por lo que empecé a estar firmemente convencido de que, fuera de esa unión, ya no tenía más excusas para vivir como artista.
Debo reconocer, de todos modos, que el arte envejece y muere cuando queda cómodamente limitado en el recinto del arte en sí. En este sentido, va contra mis principios considerar como algo supremo sólo el arte. Éste, en efecto, si no respira continuamente el oxígeno que está fuera de sus límites, se agota enseguida. El arte, como la literatura, para vivir necesita sacar alimento y material de cosas llenas de vida. Porque la vida es la madre de la literatura y, al mismo tiempo, su gran enemiga; sí, una vida que se esconde en el corazón del artista y que, simultáneamente, es la perpetua antítesis del arte. Yo, desde hacía muchos años, había descubierto una filosofía de la vida en las páginas de Hagakure y, por eso, creía que este mundo claro y refrescante era un elemento que amenazaba y enturbiaba el mundo de la literatura. Para mí, el significado de esta obra descansa en la visión que me ha dado del mundo. Aunque, por un lado, me ha dificultado enormemente mi forma de vivir como artista, Hagakure se ha constituido en la matriz de mi literatura y en el manantial eterno de mi energía. Y eso gracias a su azote implacable, a su voz imperiosa, a su crítica acerba, a su belleza: la belleza del hielo.


Todas las reacci

Comentarios

Entradas populares de este blog

Chaharshanbe Suri: La Fiesta del Fuego Sagrado de Irán

Noruz, Año Nuevo Iraní

Los Reyes Magos de Oriente